Su colección era tan admirable como repulsiva. El salón estaba lleno de huesos, pieles y cabezas. Eran trofeos de una vida que había estado llena de violencia hasta el último día. Los huesos de ballena que colgaban del techo se hacían un poco más pequeños que la última vez que los vi hace más de 20 años siendo un crío miedoso pero lleno de curiosidad. Hoy parecían hablarme y decirme sus nombres, su edad, de qué se alimentaba y unas marcas en la escápula me contaban que esa no había sido su primera pelea, solo su última.
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